Tengo un grave problema. Me cuesta mucho escribir por causas ajenas a mi voluntad. O la verdad, tengo que asumir mi culpa, porque de lo contrario debería recaer sobre tantos y tantos blogs que no puedo dejar de leer, en los que se vierten, día a día, momento a momento, retazos vitales mucho más interesantes que lo que yo pueda decir. Y entre esta cuestión y "mis labores", materiales y espirituales, tengo un déficit de tiempo al nivel del que nos espera proximamente en la balanza de pagos nacional.
Hoy no me quedó más remedio que coger la pluma, digo, pulsar las teclas (no ha mucho que afirmaba la imposibilidad de redactar palabra por este medio), para transmitir algo muy serio que leí de mañana. Serio no, alegre, muy alegre como todo lo que nos enseña el Vicario de Cristo en la tierra.
En su última carta encíclica sobre la Esperanza, SPE SALVI, transmite auténticas y proféticas razones para vivir ilusionados en esta empresa de salvación eterna, a bordo de dos naves: Fe y Esperanza que podrían calificarse, en palabras del Papa, de intercambiables. Mi impresión es que no se ha dado bastante a conocer este último e intenso tratado de Benedicto XVI. Ahora os dejo unas cortas líneas que han tenido la fuerza de volverme a De Dentro. Bueno, si simplemente se tratara de eso, no merecería la pena. Pero juzgad vosotros el peso de sus palabras:
"En efecto, hoy como ayer, en el Bautismo, cuando uno se convierte en cristiano, se trata de esto: no es sólo un acto de socialización dentro de la comunidad ni solamente de acogida en la Iglesia. Los padres esperan algo más para el bautizando: esperan que la fe, de la cual forma parte el cuerpo de la Iglesia y sus sacramentos, le dé la vida, la vida eterna. La fe es la sustancia de la esperanza. Pero entonces surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?. Tal vez hoy muchas personas rechazan la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna sino la presente, y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre -sin fin- parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable. Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, el padre de la Iglesia Ambrosio en el sermón fúnebre por su hermano difunto Sátiro. "Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dió como un remedio (...). En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima; era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad en efecto es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia". Y Ambrosio ya había dicho poco antes: " No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación"
Hoy no me quedó más remedio que coger la pluma, digo, pulsar las teclas (no ha mucho que afirmaba la imposibilidad de redactar palabra por este medio), para transmitir algo muy serio que leí de mañana. Serio no, alegre, muy alegre como todo lo que nos enseña el Vicario de Cristo en la tierra.
En su última carta encíclica sobre la Esperanza, SPE SALVI, transmite auténticas y proféticas razones para vivir ilusionados en esta empresa de salvación eterna, a bordo de dos naves: Fe y Esperanza que podrían calificarse, en palabras del Papa, de intercambiables. Mi impresión es que no se ha dado bastante a conocer este último e intenso tratado de Benedicto XVI. Ahora os dejo unas cortas líneas que han tenido la fuerza de volverme a De Dentro. Bueno, si simplemente se tratara de eso, no merecería la pena. Pero juzgad vosotros el peso de sus palabras:
"En efecto, hoy como ayer, en el Bautismo, cuando uno se convierte en cristiano, se trata de esto: no es sólo un acto de socialización dentro de la comunidad ni solamente de acogida en la Iglesia. Los padres esperan algo más para el bautizando: esperan que la fe, de la cual forma parte el cuerpo de la Iglesia y sus sacramentos, le dé la vida, la vida eterna. La fe es la sustancia de la esperanza. Pero entonces surge la cuestión: ¿De verdad queremos esto: vivir eternamente?. Tal vez hoy muchas personas rechazan la fe simplemente porque la vida eterna no les parece algo deseable. En modo alguno quieren la vida eterna sino la presente, y, para esto, la fe en la vida eterna les parece más bien un obstáculo. Seguir viviendo para siempre -sin fin- parece más una condena que un don. Ciertamente, se querría aplazar la muerte lo más posible. Pero vivir siempre, sin un término, sólo sería a fin de cuentas aburrido y al final insoportable. Esto es lo que dice precisamente, por ejemplo, el padre de la Iglesia Ambrosio en el sermón fúnebre por su hermano difunto Sátiro. "Es verdad que la muerte no formaba parte de nuestra naturaleza sino que se introdujo en ella; Dios no instituyó la muerte desde el principio, sino que nos la dió como un remedio (...). En efecto, la vida del hombre, condenada por culpa del pecado a un duro trabajo y a un sufrimiento intolerable, comenzó a ser digna de lástima; era necesario dar fin a estos males, de modo que la muerte restituyera lo que la vida había perdido. La inmortalidad en efecto es más una carga que un bien, si no entra en juego la gracia". Y Ambrosio ya había dicho poco antes: " No debemos deplorar la muerte, ya que es causa de salvación"
1 comentario:
Sabias palabras de un ser muy inteligente, sus palabras harán reflexionar a muchos.
Saludos.
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